niedziela, 12 czerwca 2016

Lo que ven mis ojos...


JOAQUÍN. Cuando lo vi por primera vez, mis ojos se dirijieron al identificador correspondiente a su puesto de trabajo, quedé deslumbrada con resplandor de su plástico barato. No sabía que este nombre con el tiempo me traería a la mente la imagen de uno de los símbolos que más asociamos con el amor, una manzana, fruta de color de sangre, cuyo brillo deja ciegos a todos los enamorados.

Ahora, cada vez que la bola grande y dorada ilumina al mundo con su fuerza, antes de que él se desadormezca de la profunda oscuridad, yo contemplo sus plácidos y a la vez característicos rasgos españoles, herencia de los moros.  Su pelo al igual que su barba, ya con un par de canas, representa orgullosamente a los morenos. Todo espeso y poblado se enreda de una forma sensacional  al acariciarle la cabeza de un tamaño corresponiente a dimensión de su cuerpo. Sin gafas y aun con problemas de vista puedo divisar unas cuantas arrugas en su frente debidas a la edad. Son finas y diminutas, pero bastante notables a primera vista. Él, al abrir sus ojos me ataca con una mirada fulminante por lo cual la mía por un momento cambia a la huidiza. Mansa expresión de su cara crea un ambiente liso y suave como si de una cáscara de melocotón se tratase. Ya nada vuelve a ser como antes. Sus mejillas, o más bien mofletes, cobran un color de campo lleno de brezo floreciendo. Entre los pómulos escondidos hay una nariz, para nada respingona pero se podría decir peculiar.  Sin demora paso la vista a los labios, gruesos y carnosos, en los que pongo mayor interés, especialmente cuando pronuncian TE AMO. 



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